Nos habíamos conocido con María Teresa en los viajes de "El Tren de la Salud",
ella y una de sus amigas efectuaban un vasto trabajo de asistentes sociales. Alegres e
incansables, subían y bajaban veloces del
tren en los lugares de atención. Ningún doctor, por agotado que estuviese al
final del día, habría
osado delante de su mirada límpida y expectante, rehusar uno y otro de los enfermos
que ellas recuperaban perdidos alrededor
del tren. En las veladas de risas, cantos y conversaciones, María Teresa
era discreta y sonriente
pero su cabellera cobriza le formaba
una aureola de luz.
Estuvimos en Grimaldi desde el nueve de diciembre, día de mi llegaba; claro que yo
la conocía como "Claudia", el nombre supuesto con que la
llamábamos en el tren,
y así seguí llamándola en Grimaldi, donde ella hablaba con otras
compañeras de su militancia y
cada una parecía retener sus fuerzas, sus conocimientos,
sus dudas. Durante catorce días, hasta el veintrés de diciembre
de mil novecientos
setenta y cuatro, fui una de las
de más edad del grupo de mujeres que entrábamos y salíamos,
sin nunca saber dónde nos llevarían y si nos volveríamos a reencontrar.
Lo conocido es lo seguro,
es la esperanza, y al reencontrarnos cada día, reíamos y nos apretábamos
las manos con fuerza. Yo,
con mi deformación de profesora, organizaba
sesiones de limpieza los domingos cuando no estaban los jefes, y con un
poco de maña y tono lastimero
conseguíamos valdes y escobas, y nos dejaban a dos o a tres limpiando solas; aquellos
eran los únicos momentos en que podíamos levantarnos las vendas
de los ojos, y entonces barríamos y nos reíamos, y a veces también
llorábamos y bailábamos y
cantábamos, hasta que venían a buscarnos, y entonces teníamos que
cerrar fuerte los ojos, porque era prohibido mirarlos. Ellos, mientras tanto,
a empujones y
culatazos nos obligaban a volver hacia los baño, sin importarles
que las campanas cercanas llamaran a misa. Lindo domingo, las celdas estaban bien
limpias.
Al amanecer del veintitrés, nos despertaron a tirones, yo afirmaba
la venda sobre los ojos pero me tiraron de nuevo a la cama, buscaban a María Teresa
que se ponía los zapatos. Le acerqué su abrigo
a los hombros que rechazó
diciendo "ya no lo voy a necesitar Mónica"; pero yo insistí, la forcé
a ponérselo y con él
partió; si alguna
vez la encuentran lo tendrá puesto todavía, la habrá protegido por
todos estos
años de la lluvia y el frío.
© 1998
__ULTIMOS TRANVIAS
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