Un abrigo para María Teresa
________________________________________________________________ Mónica Hermosilla

La sacaban cada día, volvía muda, con su piel de colorina transparente erizado por el terror, el dolor; con su voz muy queda me narraba lo que le decían y hacían. Después de la tortura, había un militar viejo y gordo que le friccionaba los brazos y las piernas granulentas diciéndole "habla chicoca, no ves que los demás hablaron hasta por los codos y tú que sigues dándotelas de súper mujer; habla luego que si no la paciencia se nos va a acabar". Ya más tranquila, con los ojos secos, hurgaba en sus bolsillos triunfante, y burlona me decía que cómo nos vendría un durazno pelado bien maduro, lo compartiríamos entre mordiscos y lenguetazos, aunque de común y silencioso acuerdo, se lo tendíamos a la mocosita que nos miraba con ansias.
Nos habíamos conocido con María Teresa en los viajes de "El Tren de la Salud", ella y una de sus amigas efectuaban un vasto trabajo de asistentes sociales. Alegres e incansables, subían y bajaban veloces del tren en los lugares de atención. Ningún doctor, por agotado que estuviese al final del día, habría osado delante de su mirada límpida y expectante, rehusar uno y otro de los enfermos que ellas recuperaban perdidos alrededor del tren. En las veladas de risas, cantos y conversaciones, María Teresa era discreta y sonriente pero su cabellera cobriza le formaba una aureola de luz.

Estuvimos en Grimaldi desde el nueve de diciembre, día de mi llegaba; claro que yo la conocía como "Claudia", el nombre supuesto con que la llamábamos en el tren, y así seguí llamándola en Grimaldi, donde ella hablaba con otras compañeras de su militancia y cada una parecía retener sus fuerzas, sus conocimientos, sus dudas. Durante catorce días, hasta el veintrés de diciembre de mil novecientos setenta y cuatro, fui una de las de más edad del grupo de mujeres que entrábamos y salíamos, sin nunca saber dónde nos llevarían y si nos volveríamos a reencontrar. Lo conocido es lo seguro, es la esperanza, y al reencontrarnos cada día, reíamos y nos apretábamos las manos con fuerza. Yo, con mi deformación de profesora, organizaba sesiones de limpieza los domingos cuando no estaban los jefes, y con un poco de maña y tono lastimero conseguíamos valdes y escobas, y nos dejaban a dos o a tres limpiando solas; aquellos eran los únicos momentos en que podíamos levantarnos las vendas de los ojos, y entonces barríamos y nos reíamos, y a veces también llorábamos y bailábamos y cantábamos, hasta que venían a buscarnos, y entonces teníamos que cerrar fuerte los ojos, porque era prohibido mirarlos. Ellos, mientras tanto, a empujones y culatazos nos obligaban a volver hacia los baño, sin importarles que las campanas cercanas llamaran a misa. Lindo domingo, las celdas estaban bien limpias.

Al amanecer del veintitrés, nos despertaron a tirones, yo afirmaba la venda sobre los ojos pero me tiraron de nuevo a la cama, buscaban a María Teresa que se ponía los zapatos. Le acerqué su abrigo a los hombros que rechazó diciendo "ya no lo voy a necesitar Mónica"; pero yo insistí, la forcé a ponérselo y con él partió; si alguna vez la encuentran lo tendrá puesto todavía, la habrá protegido por todos estos años de la lluvia y el frío.


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